Parece evidente que somos lo que recordamos, que
somos porque recordamos, que hacemos nuestro futuro en función de los proyectos
pasados, que Nuestra identidad es lo que fuimos. Que lo que hoy nos pasa, solo será disfrutado o sufrido de veras en el fututo al recordar este presente. Que incluso nuestra voluntad
depende de nuestra memoria que nos muestra
lo que deseábamos. Poco importa lo que deseábamos ayer por justicia,
principios o simples convicciones si pasaron sin huella y no seguimos
orgullosamente o por soberbia acomplejada haciéndolos valer como señas de
nuestro querer, con lo que nos identificamos. Somos lo que nos apasiona y eso
también desaparece.
Los paisajes que vamos pintando
están en un solo lienzo que vamos completando sobre lo que nuestra historia nos
dice. Deseos, sufrimientos, pasiones, proyectos, anhelos... todo nos constituye,
nos hace ascender o caer. Pero sin el recuerdo de haberlos vivido ni siquiera
existieron. Todo lo que existe tiene su sentido en el pasado. Todo lo que
existió tiene su sentido en el presente. Y sin él no es posible el futuro
porque la voluntad ha muerto. Así, deja de tener sentido preguntar por el curso de
los acontecimientos ni por nuestro papel dentro de la realidad que ocupa ya
solo nuestro cuerpo, no nuestro yo. La historia se nos muestra sólo si podemos
saber dónde estamos y qué queremos. La última llama que aparecerá viva y ni
siquiera morirá con nosotros es el amor que revienta el rio de los tiempos: ascender y caer en la vida de cada uno, pero la de todos es un eterno girar y reencontrarse si somos capaces de recordarnos.
A mi padre, siempre.
A mi padre, siempre.